En la estrecha vereda que asciende a la montaña, entre nubes y bruma, se encontraron los dos hombres más puros de la tierra. Uno lleno de amor, pero con el peso de milenios de humillaciones y derrotas. El otro, impregnado de ternura, de determinación de lucha y de esperanza.
—¡Hijo! —exclamó el primero dulcemente.
—¡Compañero! —le respondió el segundo alargándole un rifle. Y después de cruzar una mirada de profunda comprensión, se internaron los dos en el intrincado laberinto de la sierra.
Eduardo López Rivas
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 210
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